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“Mi sueño es tener un robot de Transformers”: tiene 7 años, dificultades para hablar y hay noches que se va a dormir sin comer

Diego Rearte vive en el Barrio Jardín, en Marapa, Tucumán en una situación muy precaria; además de un retraso madurativo, tiene problemas de audición y asiste a un comedor tres veces por semana

a marginalidad marcó su andar y el de su entorno. Diego Rearte tiene 8 años y vive con su familia al costado de un arroyo en el Barrio Jardín, en Marapa, Tucumán. Ahí, en los márgenes a los que nadie llega, su mamá, sus dos hermanos, sus abuelos, sus tíos y algunos primos se desparraman en distintas construcciones precarias. Muchas noches, Diego y sus hermanos se van a dormir sin comer.

La discapacidad atraviesa a la familia. Él y su mamá arrastran un retraso madurativo que los deja con pocas herramientas para enfrentarse al mundo. Quizás por eso, cuando sea grande Diego quiere ser un tiburón para nadar debajo del agua y sumergirse en un océano en el que ya no tenga que escuchar tantos “no puedo”. “Me gustaría ser un tiburón que tenga aletas y dientes grandes. Lo que más me gusta es asustar a mi hermana”, cuenta Diego, entre risas.

Las manos de Diego son un salar. Secas, blancas, agrietadas. Su pelo negro azabache está desordenado por el viento. Debajo de su cara llena de polvo, se encuentran las pestañas más lindas del mundo. Son los juncos que le permiten absorber toda la luz que no encuentra en la pieza de adobe que comparte con su mamá Pamela Muñoz y sus dos hermanos: Analía (9) y Mateo (7 meses). “Analía duerme debajo de mí y yo arriba. Yo me asusto de las alturas”, cuenta Diego.

Madre soltera

Pamela es madre soltera de sus tres hijos (solo sabe quién es el papá de Diego) y su mamá, Hortensia Ramona Barrionuevo, es una pieza esencial en su crianza y manutención. La abuela no solo lleva a Diego a la escuela sino que también asiste a las reuniones de padres “porque a veces la Pamela no entiende. Ella también fue a una escuela especial porque tenía su retraso de madurez. Gracias a Dios conoce la plata y se desenvuelve con los chicos.

No sé hasta cuándo vamos a durar nosotros pero Dios quiera que podamos llegar a verlos grande a Diego y a la chiquita. Queremos dejarlos grandes para que puedan ayudar a su mamá”, dice su abuela, pensando en su futuro.

Como Diego no escucha bien, habla como puede, con palabras que no encajan en oídos apurados. Le cuesta sostener una conversación y por eso prefiere jugar o ponerse a silbar. “Juego con mis juguetes. Mi preferido es una moto del hombre araña que está rota. Hace de todo y tiene poderes. ¿Te puedo hacer cosquillas?”, dice Diego entre risas.

Pamela no terminó la primaria, nunca pudo trabajar y vive de la Asignación Universal por Hijo de los dos más grandes. Del bebé, que todavía toma el pecho, tiene que hacer un trámite en la ANSES para ingresar bien los datos y poder empezar a cobrar.

“Yo soy mayor que el chango. Tengo 9 años y voy para los 10. Mi mamá sabe cuándo cumplo, dentro de dos meses. De regalo me gustaría una bici para andar acá en la casa nomás”, dice Analía como necesitando dejar en claro que ella es la hermana más grande. Mientras tanto, agarra un trapo sucio y se lo pone a fregar con jabón blanco en la pileta que da al canal.

En la parte interior del brazo derecho tiene las marcas de una quemadura de cuando tenía 5 años con agua caliente.

Analía va a 4to grado de la Escuela Nro. 26 de Marapa pero dice que no le gusta. “No me gusta aprender. Leer todavía no sé, escribir sí”, cuenta esta niña que cuando sea grande quiere trabajar lavando ropa. “Lo que más me gusta es lavar la ropa y después acomodarla. Mi juguete preferido es la muñeca pero no tengo ninguna”, agrega con resignación.

Una letrina y una cocina a la intemperie

“Solo hice hasta 6to grado de la escuela. Para mí es importante que mis hijos estudien para que aprendan algo. Yo se firmar nomás”, dice esta mujer que no sabe leer ni escribir y a la que de a poco le fueron construyendo una pieza al lado de la casa de sus padres. No tiene baño propio y la cocina está a la intemperie. “Cuando llueve mucho, ya no cocino. Lo hago a leña. Estoy con ganas de hacer otra cocina más adelante y un bañito de material”, dice, mientras prende el fuego para empezar a preparar un guiso para el mediodía.

Hortensia trabajó toda su vida en la cosecha del tabaco y el limón. “Es un trabajo duro pero el trabajo es salud y nada viene del aire. Todo viene con sudor porque lo que viene del aire viene robado y hay que mortificarse para poder tener”, dice convencida. Hoy en día, la familia se mantiene haciendo changas y vendiendo chatarra.

De lunes a viernes, Diego asiste a una Escuela Especial. Cuando era más chico desde la municipalidad le ofrecieron a sus abuelos la posibilidad de que le pusieran un audífono pero no les pareció una buena idea. “Diego es sordo de un oído y tiene problemas para hablar. Los viernes va a la fonoaudióloga en la municipalidad. Le tenían que poner un aparato pero no hemos querido los abuelos porque él hace pedazos los juguetes y al ponerle eso lo iba a romper. Y otra que era caro el aparato, teníamos que tramitarlo y no hemos podido. Está medicado del neurólogo también”, cuenta su abuela, que tiene 11 hijos (uno falleció) y 22 nietos.

Mira fijo. Abraza. El contacto físico es la forma que Diego encuentra para comunicarse. “Eu, eu”, repite para llamar la atención de su audiencia. Se pasea inquieto con sus posesiones más preciadas, un camión de bomberos y una moto de Spiderman rota. Son sus únicos juguetes y no los suelta. “Me encanta ir a la feria para comprar juguetes. Mi sueño es tener un robot de Transformer”, agrega Diego.

El comedor, la única comida

El fantasma del hambre está siempre presente en su casa. Pamela se cansó de raspar las ollas para que sus hijos no se fueran a dormir con calambres de ayuno. Desde que hace 5 años abrió el Comedor Los Tuquitos a unas cuadras, Diego y su familia asisten regularmente. Hoy lo hacen los lunes, miércoles y viernes por la tarde para recibir la cena. “Mi comida preferida es la sopa”, dice Diego. Su mamá, agrega: “Los días que no vamos al merendero, los chicos a la noche toman cocido y se van a ver dibujitos”.

A las 6 de la tarde, Pamela y sus hijos arrancan la caminata hacia el comedor Los Tuquitos. Allí, un grupo de vecinos voluntarios ya empezaron a cocinar hace rato. Unos prendieron el fuego, otros cargaron las ollas con agua y otras mujeres empezaron a cortar las verduras. El menú del día es fideos con tuco de pollo, pan y gaseosa.

La mayoría son niños, pero también algunos adultos se sientan a las mesas preparadas en el galpón. Diego y Analía comen con ganas y terminan con una sonrisa enchastrada de salsa de tomate.

Gracias a que empezaron a recibir la materia prima del Banco de Alimentos de Tucumán, Los Tuquitos pasó de ser un merendero a un comedor. Actualmente, asisten alrededor de 60 personas. “Antes de ellos tomaban leche, con suerte, con mate cocido. Y ahora tienen la cena asegurada tres veces por semana”, dice Carolina Rodríguez, la responsable del comedor.

Sobre Pamela, Rodríguez destaca su alma de madre. “Como fuera ella siempre trae a los chicos a comer. Hoy me pidió que se quería hacer una ligadura y nuestra apuesta es que ella pueda terminar de criar bien a sus chiquitos. Lo más urgente para ellos es la alimentación y la vivienda. Ellos no tienen un baño ni una cocinita en donde cocinar. Como mamá hace lo que puede y un poco más”, señala.

“¿Ya se van?”, pregunta Diego con tristeza cuando empieza a bajar el sol. Quiere seguir jugando. Él y Analía empiezan a repartir abrazos para agradecer la visita. Hoy, al menos, se van a ir a dormir con la panza llena.

Fuente: La Nación

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