LA DEUDA PENDIENTE: EDUCAR PARA EL MUNDO DE HOY

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La educación se ha organizado por siglos desde la idea de la sala de clases como un contenedor cerrado, una “geografía imaginaria” donde los docentes, líderes educativos e investigadores esperamos que el aprendizaje “ocurra” (Leander, Phillips  & Taylor 2010). Con la pandemia, el confinamiento y la educación remota este imaginario quedó suspendido y de un día para otro nos vimos obligados a re-diseñar los tiempos, espacios y materias del aprendizaje escolar para situarlos en los hogares, en plataformas digitales y en momentos, en muchos casos, inciertos. Esta experiencia que parece un quiebre radical con la forma histórica de organizar los sistemas escolares y lograr aprendizajes, es en realidad parte de una transformación que viene desarrollándose de manera silenciosa y paulatina hace ya varias décadas como parte del proceso de digitalización de las prácticas de la vida social.

Hace décadas que niños, niñas y jóvenes realizan una parte importante de sus actividades sociales, recreativas y de aprendizaje en Internet desde edades cada vez más tempranas. En efecto, un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), mostró que el porcentaje de estudiantes de 15 años con conexión a Internet en el hogar aumentó del 75% en 2006 al 95% en 2015 como promedio en todos los países de la OCDE. Adicionalmente, el número de horas destinadas a utilizarlo aumentó en promedio de 21 a 29 horas por semana. Por otra parte, entre el 2012 y 2018 el tiempo que los estudiantes pasaron en línea por día aumentó más de una hora, pasando en promedio 3 horas diarias en línea durante los días de semana y 3,5 horas los fines de semana (OCDE, 2019). 

Estos cambios sociales y culturales en las nuevas generaciones de estudiantes han sido en gran medida ignorados desde el mundo escolar. Desde la tradicional idea colectiva de la sala de clases como un lugar que podemos controlar y aislar de las “distracciones del mundo exterior”, las primeras reacciones han sido eliminar de la escuela los problemas que acarrean las redes digitales, tales como la distracción en clases de teléfonos celulares y el ciberbullying mediante medidas de prohibición, con casos como Francia donde la prohibición de dispositivos con acceso a Internet en la escuela se transformó en ley nacional. 

El problema de medidas como esta es que dan la espalda a la vida que tienen niños, niñas y jóvenes, lo que equivale ni más ni menos que a renunciar a educarlos. Como planteó Hannah Arendt en su ensayo sobre la Crisis de la Educación, “Los educadores representan para el joven un mundo cuya responsabilidad asumen, aunque ellos no son los que lo hicieron y aunque, abierta o encubiertamente, preferirían que ese mundo fuese distinto” (Arendt, 1996: 201). En la educación, dice la autora, esta responsabilidad adopta la forma de autoridad. “Ante el niño, el maestro es una especie de representante de todos los adultos, que le muestra los detalles y le dice “Este es nuestro mundo”. “

En línea con el planteamiento de Arendt, por más que no nos guste el camino de la digitalización de las prácticas que ha tomado la sociedad, las nuevas generaciones esperan que los adultos los preparemos para participar del mundo digital en que viven y no para la sociedad industrial en que vivían sus antepasados. ¿Acaso nos extraña entonces tener estudiantes desmotivados en nuestras salas de clases y la pérdida de legitimidad de la institución escolar y la autoridad docente? 

Es importante que la escuela asuma que lo digital es parte de la vida cotidiana de la mayoría de los niños, niñas y jóvenes fuera de la escuela. Reconocer esto implica no sólo incorporar algunas herramientas y habilidades digitales de manera marginal en el currículum nacional como se ha hecho en muchos países hasta ahora. Redes sociales, teléfonos móviles y otras tecnologías contemporáneas, al ser parte del contexto social y cultural, son nuevas formas de mediar y representar el mundo, y en este sentido nuevas formas culturales (Buckingham, 2015). De esta manera, es necesario incluir en el currículum una alfabetización digital crítica que permita a los estudiantes no sólo aprender a usar estas tecnologías sino comprender su funcionamiento y las implicancias que tienen en los distintos ámbitos de su aprendizaje y de sus vidas. Más concretamente, consiste en comprender los riesgos y oportunidades, manejar la sobrecarga cognitiva mediante la capacidad de jerarquizar y evaluar la información, o pensar de manera crítica y creativa ante la gran cantidad de estímulos e información disponibles.

En síntesis, se trata de preparar y acompañar a los estudiantes para que puedan aprovechar las oportunidades digitales de forma positiva para un sano desarrollo personal y social. Esto implica entender la organización escolar y la práctica docente en relación con las nuevas características y experiencias digitales de los estudiantes y a la luz de esto, replantear la fuente de su autoridad, sus objetivos disciplinarios y sus metodologías de enseñanza. Es de esperar que la experiencia de la pandemia haya contribuido a tomar conciencia de que esta no es una problemática de futuro sino una deuda pendiente: la de asumir nuestra responsabilidad de educar a las nuevas generaciones para el mundo de hoy.

Referencias

  • Arendt, H. (1996). La Crisis en la Educación. Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, 185-208.
  • Buckingham, D. (2015). Defining digital literacy-What do young people need to know about digital media?. Nordic journal of digital literacy, 10 (Jubileumsnummer), 21-35.
  • Leander, K., Phillips, N. C. & Taylor, K. H. (2010) The changing social spaces of learning: mapping new mobilities, Review of Research in Education, 34, 329–394. 
  • OCDE (2019). PISA 2018 Results (Volume I): What students know and can do. Paris: OECD Publishing.
  • Publicado por La Escuela que viene.

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